Era el momento de ponerse el equipo de buceo, de sumergirse y explorar el profundo mundo submarino de Filipinas. Después de la primera inmersión para ver a los tiburones zorro y con la constatación de que mi oído respondía a las profundidades, me encaminé a Alona Beach, en Bohol. Dicen, porque yo no tengo ni idea, que las mejores zonas de buceo de Filipinas están en los alrededores de esa playa.
No obstante, no me alojé en Alona Beach. Por recomendación del moto-taxista me quedé en Dumaluan Beach Resort, en la playa justo anterior, llamada White Beach (sí, otra White Beach). Según decía, Alona esta masificada, pero cuando llegué al humilde resort me encontré con una playa llena de gente y las mesas del restaurante ocupadas por decenas de filipinos. Me pregunté que significado le daba a la palabra masificado el conductor de la moto-taxi. “Si esto no está masificado, ¡no quiero imaginarme Alona Beach!” Pensé.
Por suerte todo tenía explicación y tan solo se trataba de domingueros filipinos disfrutando de un día familiar en la playa. Abandonaron el lugar al anochecer, dejando el acogedor resort a pie de playa en una calma, que efectivamente, no encuentras fácilmente en Alona. Pues, Alona ya no pertenece a Filipinas, es otro punto turístico de buceo mundial, se ha convertido en una playa franquicia, como las que puedes encontrar en cualquier lado del mundo. En cambio, algo que no puedes encontrar en cualquier parte del mundo es su fondo marino y para eso vamos todos allí. Lo importante es la soledad del buceo en sus aguas y no las aglomeraciones de superficie.
Buscando la compañía con la que hacer las inmersiones topé con unos Piratas (así se llamaban) españoles y junto a ellos realicé un total de 5 inmersiones en las islas de Balicasag y Pamilacan. No entraré en detalle, porque está vez tengo las fotos tomadas por las personas con las que buceé, pero fue asombroso ver a tortugas gigantes alimentándose, enormes bancos de peces, una pared vertical llena de color, vida y corales o serpientes de mar zigzagueando por el fondo marino, entre otras mil cosas. Además, el día era soleado y los rayos de sol penetraban en el agua, aumentando la visibilidad hasta casi los 30 metros y potenciando los colores que, de normal, pierden su intensidad bajo el agua. Pero bucear no consiste sólo en sumergirse en el fondo marino, el ritual incluye un viaje en barco con las preciosas vistas de las islas, las playas y el azul del mar, además de las conversaciones animadas de los compañeros. Toda la experiencia fue tan espectacular que, aunque llevo pocas inmersiones, colgaría mis aletas y me retiraría del buceo. Desde mi total inexperiencia, creo que lo que vi esos días es insuperable. Es como si a una persona que nunca ha pisado un restaurante, lo hace por primera vez en El Bulli de Fedrá Adriá. La diferencia será tan abismal que cualquier restaurante al que vaya a partir de ese momento será una decepción, evocando su primera experiencia. Y todas mis próximas inmersiones serán decepcionantes pero estoy seguro de que no dejaré de bucear y explorar el fondo marino. Puede que no vuelva a ver tanta belleza, pero creo que es la última posibilidad que tenemos los humanos de contemplar la fauna en su estado más salvaje y auténtico. Además, he comprendido que bucear ofrece, de manera sencilla, observar la naturaleza desde todo los ángulos posibles, algo nada sencillo si quieres hacerlo en tierra firme.
Alona ya no podía ofrecerme nada más. Cogí mi petate, alquilé una moto, y me dirigí al interior de Bohol. Llegué de noche al Nuts Huts Hostel, en la ribera del río Loboc, otra vez excitado por saber que me esperaría al despertarme y ver el entorno al alba. Pero irse a dormir no entraba en mis planes, aún quedaba una última actividad del día. Nada más llegar al hostal, sin tener tiempo siquiera de cenar, me uní a un grupo de españoles que se dirigían en canoa a ver luciérnagas. Por muy extraño que parezca nunca habían visto ninguna, por lo visto en Tenerife y en Bilbao no hay de eso. Me subí, escéptico, a la canoa motorizada simplemente para navegar por el río en silencio bajo la luz de la luna llena. La superficie del agua era un cristal (glassy gusta decir a los surferos) y en ella se reflejaban perfectamente las palmeras de la ribera en la tibia oscuridad de la noche. Tras una hora de paseo en canoa, por fin llegamos a las luciérnagas. Me volví a equivocar, me encanta equivocarme. Un número del todo incontable de luciérnagas plagaban un árbol específico del lecho del río. Se iluminaban en ráfagas fosforitas en todas las ramas del árbol y creaban una imagen irreal. Estoy seguro que no hay árbol de navidad que esté mejor adornado. Otra vez contemplando algo excepcional, otra vez en silencio durante un largo tiempo. Y aunque la lengua materna de todos los que estábamos en la barca era el castellano nadie emitió ningún sonido, no había palabras que mejoraran ese silencio.
El día siguiente tampoco fue tranquilo, ¿Cuál lo es? Comencé dando unas pequeñas clases de moto a las chicas tinerfeñas, pues era la primera vez que conducían una. Hay que admirar su valentía pues al fina del día habíamos conducido unas 5 horas. Junto a ellas y a Bonie, el guía que también llevaba a una de las chicas, recorrí parte de la isla.
La primera parada fue una tirolina en la que te lanzan en horizontal, como superman, para cruzar el bosque y el río a una velocidad nada desdeñable y desde una altura bastante respetable. Si supiera las cifras exactas de velocidad y altura no usaría esos adjetivos tan repelentes y carentes de significado. Aún así, a ojo de buen cubero, debería rondar los 50 km/h y los 70 metros de altura, aprox.
Las vistas de las Chocolate Hills es uno de los puntos más turístico de Filipinas. Y no es de extrañar, en unos 50 km2 hay más de 1.700 colinas cónicas de origen cárstico que en la estación seca toman un color chocolate al secarse la hierba que las recubre. El horizonte que se ve desde la más alta de ellas está más cercano a los paisajes de los dibujos animados Bola de Dragón que a la realidad.
Fue simpático, también, ver a los primates más pequeños del mundo (tarsiers) en su hábitat natural. Su pequeño tamaño, sus grandes ojos, sus orejas puntiagudas hacia los lados y la capacidad de girar la cabeza 360º son sus características principales. Como anécdota contar que en este animal se inspiró George Lucas, o quien se dedicara a crear los personajes en la saga Star Wars, para dar vida al maestro Yoda.
Volvimos a cruzar la isla en moto para bañarnos en unas cataratas, no muy altas pero con unas cuevas en su interior que las hacían diferentes al resto que he visto en el viaje. Si conseguías superar la claustrofobia de una cueva de unos 70 cm de diámetro puedes encontrar un spa privado al final de la misma. Un chorro terapéutico te masajeará la espalda mientras te relajas viendo la pequeña apertura por la que deberás salir.
Acabamos cenando, junto con un par de perros callejeros que esperaban ansiosos nuestras sobras, en una de las clásicas BBQ callejeras que hay por todo el país. Nos lo merecíamos, había sido un día intenso y con muchas horas de carretera.
Aún así, coger la moto en Filipinas es un placer. Un auténtico placer, del que volví a disfrutar al día siguiente, esta vez sólo. Es un placer perderse por caminos cada vez más estrechos, ver la exuberante vegetación, los palmerales, las casas, los comercios, las iglesias y conocer de cerca como se desarrolla la vida en esta parte del mundo. De esta manera, perdido por algún lado de Bohol encontré un poblado llamado Sevilla (ciudad española que tiene un especial significado para mi) y cuando por el camino de tierra a penas podía entrar mi moto, conocí a Din Din. Tenía la misma edad que yo, pero su vida no podía distar más de la mía. Din Din era viuda con tres hijos. Por lo visto, un amigo de su marido le mató, disparándole en la cabeza, todo muy loco. Una tragedia que pronto paró de contar para volver a sonreír, presentarme a uno de sus pequeños, enseñarme su humilde casa y los alrededores del bonito paraje donde vivía. Le ofrecí dos kilos de arroz que, no me preguntéis por qué, tenía en la mochila y me volví a perder por entre los caminos.
Desayunando conocí también a Renaldo (nombre ficticio), conductor de un triciclo, que me incitó a probar el balanghoy. Uuna barrita, de alguna fruta deshidratada y ultra dulce, envuelta en una hoja de parra que hace parecer a las modernas barritas energéticas alimento para bebés. Es como si hubiera comido pan élfico y pudiera estar 3 días sin alimentarme más que con esa sola balanghoy. Cuando le dije mi nombre a Renaldo, me respondió: “I will ALWAYS remember your name: Therefore the Lord himself will give you a sign: The virgin will conceive and give birth to a son, and will call him Immanuel. Isaiah 7:14. Your name is in the Bible, my friend” Dijo de seguido y se despidió: “Have a good day Manuel!”, “You too, Ronaldo, Renaldo, Roberto...¡Mierda, ya me olvidé del suyo!” Dije mientras se alejaba con su triciclo. Al cabo de un par de horas volví a cruzarme con él, mientras transportaba a clientes en su triciclo, y, efectivamente, no había olvidado mi nombre: “Be happy Manuel!” me dijo según pasaba a gran velocidad junto a mi. “Thank you Romario!!” grite aceptando mi derrota en el juego de aprenderse los nombres.