...viene de parte (I)
Pero, siempre hay un pero, nadie me avisó de la sonrisa sincera de los niños. Una hilera de dientes blancos que llena por completo sus rostros morenos y crean un contraste perfecto con sus grandes ojos oscuros. Nadie me dijo que esa sonrisa te desarma, te hace vulnerable y crea un vínculo especial e irrompible con esta ciudad. Son niños de Calcuta. En una ciudad áspera, ellos han crecido alegres y muestran sus sonrisas sin miedos ni complejos. Y es cuando se comprende el significado pleno de porqué Calcuta es llamada también Ciudad de la Alegría. Fue la novela del mismo nombre de 1985, que aun tengo pendiente de leer, la que dio este sobrenombre a la ciudad. No obstante, no solo se debe a la novela que incluso en los letreros de las autopistas se use este sobrenombre, sino que son la esperanza y la alegría infantil dentro de la miseria de los slums las que han fortalecido estas ideas de un futuro más optimista para los habitantes de la “City of Joy”.
Algo llamativo son también los uniformes con lo que visten a los niños que acuden al colegio. Ya sea escuela privada o pública, van todos uniformados. Siempre he sido un gran defensor de los uniformes para los colegios. En primer lugar se simplifica la elección de vestimenta diaria y en segundo lugar, y más importante, no se discrimina por la forma de vestir ni en la escuela ni fuera de ella. Así que, en una ciudad con grandes diferencias todos los niños acuden a sus colegios con sus respectivos uniformes. Todos distintos, todos coloridos, todos elegantes, como si estuvieran yendo a una prestigiosa escuela británica. De hecho, muchos de ellos tienen corte inglés o escocés y en algún caso, sobre todo para las chicas, indio. Siempre alegra ver en el caos de la ciudad a algún grupo de estudiantes, uniformado y desenfadados, que avanza con coraje para perseguir sus sueños.
Nadie me habló tampoco que los mismos taxis que tocan la bocina sin parar, con su sonido agudo y penetrante, eran preciosos taxis vintage y que junto a los antiguos edificios coloniales, supongo que de época de mayor esplendor británico, me hacen creer visitar una ciudad del pasado, una ciudad de otra época. En este gran escenario, también parece ayudar a recrear el pasado las numerosas y vistosas Royal Enfield que circulan por Calcuta, motos nuevas de manufacturación India que parecen sacadas de los años cuarenta. Una época que nunca he vivido, y que quizás no quiera vivir, pero que Calcuta nos ofrece como oportunidad para conocer un tiempo pasado con “reminiscencias” de presente. Supongo que ciudades como La Habana o San Petersburgo, en las que nunca he estado, recrean el mismo halo de pasado-presente.
Paseando por las calles es fácil encontrarse viejos oficios o, mejor dicho, oficios a la vieja usanza. Da gusto observar como locales trabajan con concentración y dedicación en sus barberías (cuando no usan la calle y dos sillas para afeitar), sastrerías, paragüerías, plancheros (con planchas de carbón), tornerías, taller de bicicletas, pollerías o incluso en simples frutería. Es agradable pasear, disfrutando de los diferentes oficios por el céntrico barrio de Pilkhana, que en domingos, aun teniendo actividad, es tranquilo para los estándares de Calcuta. Algunos hombres se bañan-duchan en los espacios de la calle dedicados para ello (un grifo del ayuntamiento y una zona-estanque), otros ponen a punto los totos (los famosos tuk-tuk), carricoches o bicicletas para la dura semana que está a punto de comenzar mientras los niños juegan al cricket en las calles sin preocupaciones escolares.
En Calcuta no hay mucho turismo que hacer. Está el Victoria Memorial, una suerte de edificio histórico-museo, impresionante con su mármol blanco rodeado de un jardín cuidado, donde los turistas mayormente locales transcurren en hilera por las habitaciones del mismo sin prestar mucha atención a los cuadros ni piezas expuestas. A veces da la sensación que nuestro grupo de 4 occidentales es mayor atracción que el propio edificio, pues continuamente nos reclaman para hacerse fotos con ellos, es imposible sentirse (y sonreír) como estrella de cine por unas horas. También están las flores como reclamo turístico. Por toda Calcuta (y en toda India) hay miles de templos pequeños de adoración a algún dios y siempre adornados con flores recién cortadas. Pues bien, todas esas flores se compran a primera hora del día en el llamado mercado de las flores. El nombre no es muy original pero sí lo suficientemente atractivo. El mercado es una exposición brutal de colores (sobre todo naranja, amarillo y rojo) y la intensa luz del sol a esas horas hace que todas las callejuelas del mismo reluzcan como si las hubieran limpiado o barrido (nada más lejos de la realidad). Junto al mercado de las flores hay uno de los famosos Ghat de la India: escaleras que los calcutenses usan para asearse a primera hora del día y que van a dar al río Hugli, bajo el impresionante puente metálico Howrah. Puente realizado con roblones, sujetado por dos únicos pilares de 90 metros de altura y que es uno de los puentes más transitados del mundo, pues soporta un tráfico diario aproximado de 150 mil vehículos y 4 millones de peatones (perdón, ha salido mi vena ingeniero).
Otro de los atractivos turísticos es el templo: Dakshineswar Kali. Aunque es un edificio singular situado en un gran espacio para su contemplación, no deja de ser un templo. Lo que verdaderamente impacta ver es cuando la vida sucede en ese lugar de Calcuta. Tuvimos la oportunidad de contemplar una celebración en el mismo. Las calles aledañas se llenan de gente, tiendas y puestos de comida mientras que en el interior, al que hay que entrar descalzo y sin ningún tipo de objeto que no sea una ofrenda, se realizan los mantras-cantos espirituales de adoración a sus dioses. Es de noche y la devoción e ilusión, que se ve reflejada en la cara de los calcutenses devotos, unidas a la música y golpes de tambor vuelve a crear una atmósfera única que te une inexorablemente a esta ciudad.
Tampoco nadie siquiera me contó lo adictivo de circular por las calles de Calcuta. Los carriles de circulación se convierten en anárquico paso de coches, autobuses, tranvías, taxis, peatones, vacas, carros empujados por hombre (ya sea a pié o con bicicleta), perros, totos, vendedores, bicicletas de donde cuelgan desde pollos vivos hasta lecheras y un largo etcétera. Todos buscando la manera más rápida de avanzar y alcanzar su destino. Para ello no dudan en arriesgar hasta el milímetro en sus cruces con los demás vehículos. Aunque en ocasiones policías vestidos como bobbies ingleses, de un blanco impoluto (supongo que para resaltar sobre la espesa capa formada por vehículos y polución), intentan controlar el tráfico su esfuerzo suele ser estéril y el slogan que aparece en muchos vehículos “Obey the traffic rules”, hace preguntarse constantemente “Is there any?” Lo mismo parecen preguntarse los usuarios de los saturados autobuses, que desde las ventanas observan el tráfico absortos en sus pensamientos, problemas o miedos.
Puedo llegar a entender y disfrutar de este sinsentido. Calcuta no se detiene y mires por donde mires están ocurriendo peripecias dignas de dejar retratadas con la cámara. Mi vena fotógrafa (totalmente inexperta y primeriza) me hace detenerme a cada instante e intentar captar cada una de todas esos acontecimientos que están sucediendo en el mismo instante y, obviamente, me resulta imposible. No me canso de observar la vida de los calcutenses, porque su vida ocurre en las calles, muestran toda su vida delante de tus ojos y son muchas vidas las que hay en Calcuta. La hiperactividad de la ciudad no es apta para todos y aunque es una ciudad que agota en todos los sentidos (físico y mental), yo, personalmente, encuentro seductor poder acercarme a otras vidas con tanta facilidad como ofrece Calcuta.
Conocer de cerca a la gente de Calcuta ha sido uno de los mayores privilegios del tiempo que allí pasé. He podido relacionarme con grandes personas que hacen mucho para acercar a Calcuta a estándares más desarrollados o para hacer un poco más fácil la vida de las personas en las comunidades donde trabajan. Personas entregadas a su pasión, que en definitiva es el servicio a la sociedad, para lograr una mayor calidad de vida y felicidad a sus habitantes. En ningún momento me he sentido amenazado en una ciudad con un alto índice de pobreza y eso no es habitual, en ciudades similares (si las hubiera) en Sudamérica sería inimaginable pasear con tanta tranquilidad. Y es que en Calcuta, cualquier persona que pueda ayudarte lo hará. No importa su condición o casta. Puede que no sea significativo, pero si fue para mi que durante las semanas de estancia en Calcuta el vínculo con los trabajadores de Sunflower Guest House , Gokul y Raja, fuera creciendo hasta convertirse casi en una pequeña familia, sentándonos en muchas ocasiones en la recepción-habitación para charlar con ellos de mil temas diferentes y aprender sus costumbres o idioma.
Tampoco me contaron la manera de decir sí de los indios. Ladean la cabeza, como dudando, para hacerlo. Lo que a primera vista para un occidental es un no, un quizás o mala elección para ellos es un sí, un sí sin ninguna duda. Y eso me hace sonreír, porque entramos en un bucle de malentendidos de sí-no y ellos a la vez también sonríen y eso también une a esta cultura.
La bebida por excelencia de Calcuta es el chai (y de India entera, la India que he conocido). No deja de ser un te con leche y azúcar, pero es más que eso. Significa reunirse entorno a él en las estrechas calles, significa compartir una misma olla infecta, significa tener tres minutos de relajación en una ciudad exigente que demanda concentración de cada minuto de sus habitantes. Se sirve en pequeñas cazuelas de barro hechas ad-hoc para este uso (un solo uso) y este barro le confiere al chai un sabor único a arcilla y a un tiempo pasado, irrepetibles en un “tea with milk”. Su hermano mayor, el Massala Chai, que es la combinación perfecta entre el té y el picante, no dudaré en preparármelo una vez que esté de vuelta en Madrid.
No quiero cerrar este post, sin hablar de los saris. La mayoría de las mujeres visten con saris, no solo en Calcuta sino en toda India. Todos y cada uno de ellos con colores llamativos, que confieren a cualquier ciudad o pueblo un glamour inesperado. Entre los edificios vetustos sin ningún tipo de reforma, los coches destartalados y la pobreza existente, las mujeres visten como si fueran a asistir a una boda (a ojos de un occidental), demandando así la atención en una sociedad que necesita de ellas pero que no siempre ofrece el respeto que se merecen. Se erigen así, como motivadoras de un cambio que está cercano a llegar. Un cambio que ya se atisba en las inquietudes de las nuevas generaciones.