Aún sigo encontrando fascinante algo tan trivial como coger un avión y viajar a otra parte del mundo. Un día estás haciendo una foto al skyline de una mega-urbe moderna y al día siguiente las haces a las ruinas de una de las ciudades más grande en su época de esplendor (contaba con 2.000.000 de habitantes cuando Londres tan solo llegaba a 20.000). Un día estás rodeado de miles de personas en el metro de Hong Kong y al siguiente un tuktuk te conduce por medio de un bosque en el que se encuentra Angkor Wat. Es algo, del todo, fascinante.
Llego cansado a Siem Reap tras un largo viaje, pero no puedo esperar, estoy nervioso. Con el mismo conductor de tuktuk (en este país son motos con un remolque adaptado para 4 pasajeros) que me acerca al hostal acuerdo que tras una ducha me acerque inmediatamente a la zona de templos. Tengo que ver cuanto antes esas famosas ruinas, la curiosidad me mata.
Vemos en primer lugar el templo de Bayon en Angkor Thom (aclaración: Thom significa ciudad y Wat templo, de ahí la diferencia). Desde fuera no parece más que un montón de rocas apiladas con gracia, pero es al entrar cuando te das cuenta de lo magnífico del templo: sus torres están adornadas con enormes caras sonrientes de Avalokiteshvara. Desde cada punto del templo puedes ver 12 de ellas sonriéndote y, según dicen, protegiéndote. El total de caras es de 216, que muestran un ego de Avalokiteshvara desconcertante.
Después de este primer contacto con los templos me sumerjo en Angkor Wat, que es, literalmente, el cielo en la tierra pues es la construcción humana que representa el monte Meru, el monte Olimpo Hindú. Efectivamente el templo fue construido bajo la religión Hindú. Después del reinado de los Tailandeses en Camboya, que destrozaran una parte del templo, los budistas volvieron a darle uso religioso. Pintaron todas las referencias hindú de rojo y colocaron budas a discreción para tener el mayor templo budista jamás construido, aún hoy sigue siendo un templo de referencia para budistas de todo el mundo. El inmenso complejo de Angkor Wat está rodeado por una muralla de 1.000mx800m y bordeando esta un canal que en su día tenía cocodrilos para ofrecer mayor seguridad. Trabajaron, voluntariamente, unas 300.000 personas y 6.000 elefantes, para transportar piedras de una montaña situada a 50 km, en unos 30 años que duró la construcción. El templo central consta de 3 pisos, cada uno para un propósito (estudio, meditación y rezo), cuenta con un total de 8 piscinas para purificarse (ahora vacíos para no comprometer la estabilidad del mismo) y 5 torres aún en pie.
Pero lo importante no son todos estos datos (que ya que me los he aprendido los repito como un loro). Lo importante son los detalles. Todo tiene mil detalles, salvo en la planta de meditación para evitar la distracción de los devotos. Detalles finamente labrados en la roca del templo. Por ejemplo, la primera planta del templo resume batallas de dioses hindú y no son pocas batallas las que se libran. No hay un solo hueco sin un dios, un demonio, una flecha, una flor o monos soldados devorando enemigos. También hay más de 3.000 apsaras labradas con paciencia (danzarinas ninfas del cielo) pero muchas de ellas están manoseadas y la zona de sus prominente pechos aparece más sucia y ennegrecida. Desde luego se confirma que los hombres de todas las partes del mundo somos igual de simples. Un lástima.
Para el atardecer elijo el templo de Phnom Bakheng situado en una pequeña colina al que hay que acceder con antelación pues solo tiene un cupo de 300 personas. Llego una hora y media antes, por consejo de mi conductor, y a los 30 minutos ya me pregunto qué hago sentado en lo alto de un templo bajo un sol que me fríe la cabeza, ¿qué me puede aportar otro atardecer? Aún así espero. No hubo puesta de sol, pero hubo algo mejor. Las nubes cubrieron todo el horizonte y descargaron una leve lluvia sobre todos los que allí estábamos. Totalmente desprotegido agradecí el frescor y alivio que suponía, en un día sofocante, un jarro de agua fría. Justo cuando me decido a irme, acceden al templo dos monjes budistas y todo cambia. No, no hubo puesta de sol pero el naranja y rojo de la vestimenta de los monjes en contraste con el verde de la densa jungla, los bloques labrados del templo y la lluvia mojándonos a todos por igual fue sin duda otro de los highlight del día.
Lo único que enturbia un poco el día es la actitud final del conductor del tuktuk. Insiste en que le diga la hora en la que quedar al día siguiente. Es llamativo, pero se enfada ante mi respuesta. Yo no hago planes, le digo. No lo entiende. No entiende que no quiera estar atado a horarios y que quiero ser libre (barata filosofía de adolescente). El tuktuk me limita y me hace depender de otra persona, así que decido, para el día siguiente, recorrer la zona de templos en bicicleta.
Es mi día dos en Camboya y con la bicicleta ya he sudado todos los líquidos que he ingerido en mi vida entera. Y aunque requiere algo de esfuerzo, pasear por entre los templos en bici cambia la perspectiva de la visita. Visito templos más pequeños en comparación con Angkor Wat pero que en cualquier otra ciudad serían un importante atractivo turístico. En la búsqueda de los mismos cruzo en mi bicicleta pequeños poblados en sus trasiegos diarios, con niños que sonríen y saludan ajenos al bullicio de los grandes templos, vendedoras de rana a la brasa, chavales bañándose en un arrozal o ganaderos con sus bueyes. Y el trayecto se convierte, por fin, en otra parte de la experiencia. Además en los templos perdidos los vigilantes, no acostumbrados a hordas de turistas, están aburridos y siempre están dispuestos a hablar o ofrecer alguna lección corta de camboyano.
Vuelvo al recorrido oficial para ver el templo de Ta Prhom, un must que no hay que perderse. Impresiona ver como enormes árboles han creado una simbiosis perfecta con el templo. Sus raíces se han adueñado de techos y paredes, que, junto al musgo con el verde más bonito posible (como escucho decir al guía de una pareja de ingleses) ofrecen las escenas más asombrosas de todo el recinto.
El segundo atardecer también es un fracaso, no llueve pero está muy nublado. De vuelta al hostal, ya de noche, me propongo, por lo menos, sacar una foto del complejo de Angkor Wat buscando los reflejos del agua en la noche. Las nubes que antes maldecía se convierten ahora en mis mejores aliados. A lejos estalla una tormenta dentro de la formación nubosa. Pueden verse destellos y rayos que iluminan parcialmente el cielo. Cada vez está más oscuro, estoy cansado, tengo hambre y los mosquitos me acribillan sin piedad cuando enciendo la linterna, pero con la excitación del momento me conjuro en sacar la foto perfecta, cueste lo que cueste. Podéis juzgar vosotros mismos.
Al día siguiente, cansado de templos (y de pedalear) me uno a un grupo que se dirige a un poblado flotante situado en el que es el lago de agua dulce más grande del sudeste asiático. Recorremos en barca, primero a motor y luego en pequeñas barcas de remos, los manglares y las casas del poblado, erigidas sobre altos pilares de madera en los que transcurre la tan diferente vida de sus gentes. Ya en las aguas abiertas del lago, donde es imposible vislumbrar tierra al otro lado, y aunque no llevamos bañador, no podemos resistir la tentación de saltar, a lo loco, desde lo alto de la barca para disfrutar del primer baño en Camboya.
La tarde-noche, en cambio, se complica y las cervezas a cincuenta céntimos tienen la culpa, aunque podría acostumbrarme a ese precio. En el bar conocemos a Pepe. Un español que llevados años viajando mientras trabaja a distancia como programador. Todos atendemos con la boca abierta mientras nos cuenta, con pasión, alguna de sus historias de todo este tiempo. Creo ver en los ojos de todos nosotros una mezcla de admiración y envidia por todo lo que nos detalla. Todos los paisajes increíbles que ha visto, todas los diferentes sonidos que ha escuchado, todos los distintos platos que ha probado, todas las tradiciones que ha compartido con locales y todo lo que le queda por experimentar. Pero no todo es tan bonito. Su vida, y la vida de los que estamos sentados en la mesa que, ocasionalmente, viajamos solos, se resume en conocer gente a la que en poco tiempo puede que cojas cariño por las experiencias que vives con ellos, pero de la que seguro tienes que despedirte pronto para continuar con tu propio viaje. Y eso hacemos. Nos despedimos de Pepe y continuamos nuestra inmersión en Pub Street, una calle llena de bares (alguien o no curró mucho el día que pensaba el nombre de la calle o se despertaba con resaca después de un noche en sus bares).
Al día siguiente y con la resaca propia de tener cervezas a 50 céntimos hicimos una pequeña excursión bajo la lluvia (ya sé lo que significa caminar con un paraguas por la jungla) con la que no os aburro. Por último, justo antes de coger el avión que me llevaría a Filipinas, paramos en el Museo de la Guerra. Fue algo improvisado pero aún así, y aunque no es muy conocido, lo recomiendo a todo el que vaya a Siem Reap. El propio museo te ofrece un guía y si tienes la suerte de tener el mismo guía que nosotros, la experiencia se convierte en única. Le apodan Cat, pues dicen que tiene más vidas que un gato. Fue militar en los difíciles años ochenta y noventa, disparado y herido por todos los modelos de AK-47 existentes, le estalló una mina que le arrancó una pierna y dejó ciego de un ojo y aún muestra con orgullo metralla que tiene distribuida por todo su cuerpo. Estuvo clínicamente muerto 8 minutos que, por lo visto, le dejó como nuevo y le curó, entre otras cosas, la diabetes. Escuchar su historia, la historia de miles de combatientes (entre ellos muchísimos niños) de Camboya, y observar su mirada perdida cuando la relata es algo que hay que llevarse de este país como un tesoro y sentirse privilegiado de no haber tenido la suerte de revivir más de 7 veces.
Abandono Camboya con la pena de haber pasado únicamente 4 días, aunque intensos y repletos de actividades pero sin haber podido adentrarme más en su cultura, gente y tradiciones.