La Ley de la Gravedad o todo lo que sube tiene que bajar.
Efectivamente, teníamos un día por delante que aprovechar. Así que a las 9.30 nos ponemos en marcha. Tan solo lo hacemos la mitad del grupo pues siete de las quince personas que empezamos la expedición están extenuados y deciden regresar a Senaru.
Seguimos bajando. Esta vez son sólo 3 horas de bajada entre rocas y algún peldaño casero. En la teoría idílica es fácil. En la práctica no. En la práctica hemos descendido hace tan solo 2 horas de una cima de 3.700 metros, llevamos un total de 4 horas exigentes de caminata en el mismo día y nuestros pies también se quejan pues ya comienzan a aparecer ampollas, rozaduras y heridas que molestan al caminar.
Además el camino de descenso es aburrido. La zona es rocosa, no tiene ningún encanto, no hay vistas al lago ni a Rinjani, y la sensación de que todo está hecho tampoco ayuda. Y, aunque nuestro guía, Mul, intenta animar al grupo de franceses (se cree que todos somos franceses) gritando en varias ocasiones: ¡Oh-lá-lá!, no lo consigue.
La llegada al lago del cráter cambia nuestro humor. La vista del agua azul sobre el que emerge un pequeño volcán y la perspectiva de darse un baño fresco es el medio perfecto para sentirse, de nuevo, excitado por la excursión. El baño en el lago nos devuelve a la vida. Podemos limpiarnos el polvo y la roña que se ha ido acumulando durante dos días y aplacar el calor que pasamos, pero es contemplar las vistas de tal singular paraje el que realmente nos hace sentirnos vivos y, al mismo tiempo insignificantes, bañándonos en la inmensidad del cráter.
Mientras mis héroes preparan la comida, nos acercamos a unas “hot spring”, que, quién se lo iba esperar, se trata de unas cataratas y estanques de agua caliente. El placer que supone relajar los músculos en agua caliente en mitad de la nada, después del sacrificio que han supuesto estos dos días, es equiparable al mejor de los masajes, al más suculento de los manjares, a la caricia más tierna y a la más deliciosa de las músicas. Todo junto.
Placer.
Placer que, por desgracia, dura poco, pues nos enteramos que la zona de acampada no es en la orilla del lago sino que lo haremos en la cima de la montaña anexa. De nuevo nos movemos. De nuevo tres horas. De nuevo toca subir y sufrir.
Bordeamos primero parte del lago, para luego, sin descanso, subir directos y en vertical por la ladera de la montaña. Es tan vertical que en ocasiones parece escalada y vuelvo a preguntarme como lo harán los porteadores para subir por esas paredes rocosas. Sin embargo, en esta ocasión las vistas impresionantes del cráter, el lago y el volcán ayudan a que los dolores y el cansancio sean más llevaderos. Además, el entorno vuelve a cambiar y subimos por caminos empedrados rodeados de pinos que me hacen recordar la sierra madrileña. Sonrío.
Conquistamos la cima donde acamparemos y disfrutamos del último atardecer frente a Sumit, que se nos antoja lejano, tanto que es imposible creerse que hace tan solo 12 horas viéramos amanecer en su cima. Ahora, en el lado opuesto, vemos el atardecer con formidables formaciones de nubes donde se reflejan los vivos colores del sol muriendo en el horizonte. Desfallecemos, agotados, en la tienda de campaña después de unas diez horas caminando.
El frío de la noche no ha ayudado al reparador sueño que todos necesitábamos. Pero eso no importa, tenemos que terminar la expedición y descender antes que el sol complique aún más el camino de vuelta a Senaru. En esta ocasión el desayuno que nos preparan todas las mañanas, compuesto por un té y un pancake de plátano, deberá aportarnos toda la energía que necesitamos para el descenso pues hemos acordado no comer por el camino y disfrutar la tarde, por ejemplo, tirado en la playa.
Algo he aprendido en la excursión a Rinjani. No hay medias tintas. No hay atajos. No hay rodeos. Para realizar algo que conlleva sacrificio, y una vez que ya se ha tomado la decisión, hay que hacerlo sin miramientos, sin dudar y lo más directo posible. Y así es también la bajada del Rinjani, directa.La pendiente es sin descanso y vuelve a exigir esfuerzo. El camino ahora está rodeado de un entorno selvático, con árboles que parecen de países más tropicales. Las raíces nos ralentizan el paso, pues el cansancio general hace que arrastremos los pies y los tropiezos con las mismas sean constantes. Aún así, el entramado de raíces en el sendero junto con el espeso bosque que le rodea hacen que el paisaje sea sorprendente y, a la vez, distinto a los anteriores.
En varias ocasiones de nuestra apática bajada tenemos que dejar pasar a porteadores que descienden el volcán a gran velocidad. Ante nuestra atónita mirada, bajan casi corriendo y yo sigo alucinando con estos hombres. Sonríen, se hacen fotos y escuchan música mientras descienden pues saben que sus jornadas de trabajo y sudor han acabado. Ahora les toca disfrutar de su familias, sus ceremonias y sus palos en la cabeza.
Acabamos la excursión en la agencia de trekking donde un guía explica detalladamente las diferentes fases del ascenso a Rinjani a un nuevo grupo de turistas. Nosotros, recién llegados, atendemos callados como si de un velatorio se tratara. Escuchamos las bondades de un recorrido que para nosotros ya ha muerto, pero que permanecerá por siempre en nuestras memorias como una historia de sacrificio, éxito y felicidad.