Aún sigo sin saber de qué manera llegué a Malapascua. No sé muy bien qué hacía allí, cenando con Mario. Me recuerda a las noches de fiesta en la que no sabes muy bien como has llegado a casa, pero ahí estás; sano y salvo en tu hogar. Me di cuenta viendo en el Google Maps dónde nos encontrábamos. “¡Fuck! ¡Fuck! ¡Fuck! ¡This isn´t the place where I supPose to be right now!” le dije, mientras me miraba como si estuviera loco. Estas cosas pasan, en la cabeza se van acumulando nombres de ciudades, personas y monumentos hasta que todo parece igual y no sabes ni dónde vas ni cómo se llama la persona con la que has hablado durante una hora. Mi intención era estar en una isla más al oeste, en Bantayan, que me permitiría llegar con más facilidad a mi próximo destino, Bacolod, para ver el Masskara Festival. Buscar el nuevo trayecto para el festival ya sería problema del Manuel del futuro, ahora tocaba saber donde me había metido.
A Mario, un altísimo alemán, le conocí el día anterior en Maya, desde donde sale el ferry para Malapascua. Durante el trayecto en autobús que me condujo hasta Maya tenía seguro que no me daba tiempo a coger el ferry y, por lo tanto, tendría que buscar a mi llegada a Maya (ya entrada la noche) un alojamiento. Parecía difícil, pues durante el camino lo único que podía ver en la oscuridad y bajo una lluvia torrencial eran pequeñas tiendas y casas de bambú. Me imaginé durmiendo tranquilamente tirado en el suelo de una de esas casas, enfundado en mi saco de dormir y al calor de un hogar filipino. No tuve tanta suerte y al bajar del autobús encontré el hostal donde se hospedaba Mario. Vivían allí Ed, Lito y Primi, con los que pasé una de las tardes más divertidas de todo el viaje. Todo comenzó cuando me invitaron, cómo no, a un poco de Tanduay, el ron local, mientras Mario ya dormía. No lo lograré entenderlo nunca pero en los años que llevaban allí trabajando para el hostal era el primer viajero que se paraba a hablar con ellos y lo celebramos juntos, cómo no, con alguna otra botella de Tanduay.
Puedes elegir que te transporten en moto de un lado a otro o pasear por la isla de Malapascua. La moto es para la gente que solo tiene tiempo para el buceo y las cervezas en los bares frente a la playa. Yo elegí andar. Al andar entre los altos juncos de la isla tienes la oportunidad de encontrar, al final de un estrecho camino de tierra, un pequeño poblado donde pararte a comprar agua, hacer una foto o simplemente hablar con los lugareños. Conocerles es también parte de mi viaje.
Malapascua es una isla pequeña pero llena de niños pequeños jugando por entre las calles. Es una isla que huele a ropa recién lavada, ropa de colores llamativos que encuentras secándose en las vallas de las casas. El colorido de las mismas y su orden al colgarlas me recuerdan y me transmiten la misma paz que las cientos de banderas tibetanas que vimos, hace ya una vida entera, en Sikkim. Es una isla en la que también invitan a chupitos de ron, pero esta vez son las mujeres mayores de la isla las que los ofrecen. Me piden que las retrate cuando ven mi cámara, quieren sentirse musas y posan sin complejos con sus sonrisas melladas. Mario, el pobre, no sabe donde meterse cuando una de ellas le agarra del brazo para una de las fotos.
En Malapascua, los poblados son tranquilos hasta que te cruzas con alguno de los grupos de niños con los que no queda más remedio que jugar y correr para que te atrapen o tú atraparlos a ellos. Aún tengo en mi cabeza sus agudas voces y sus risas locas mientras corren libres por la única explanada con césped de la isla. Mientras, los adultos, en silencio, arreglan sus redes y preparan los anzuelos para su próxima salida al mar. Pues, aunque Malapascua tiene el atractivo turístico del buceo, sigue conservando el encanto de pueblo pesquero que ya no es fácil encontrar en Europa. A los pescadores también le gustan las peleas de gallos y se pueden ver por todo el poblado preciosos gallos, que puede que tan solo conserven sus bonitas plumas una pelea más.
Mario, viene directamente a bucear. Parece que no le interesa nada más y recorre Filipinas parando el tiempo justo para practicar su actividad favorita o ver la atracción del lugar, para luego salir corriendo al siguiente destino. No se para a saborear todo lo que puedes encontrar en un simple poblado de casa de bambú. La primera mañana allí ya ha visto a los tiburones zorro e inmediatamente después coge su petate y desaparece. Yo, en cambio, por las tardes sigo deambulando por las calles, con mi cámara de fotos. Mis mañanas las dedico para prepararme física y mentalmente para ver a los famosos tiburones (en realidad son para preparar mi oído a las fuertes presiones del submarinismo).
Después de un pequeño curso para poder bucear a una profundidad de más de 18 metros, me sumerjo en Monad Solad para encontrarme con los famosos tiburones, que están a 30 metros. Primero bajamos a una plataforma de unos 15 metros de profundidad, donde la visibilidad es bastante buena, pero cuando se acaba la plataforma el terreno se precipita en vertical hacia la profunda oscuridad de los 30 metros. Abandonamos el refugio seguro de la plataforma y nos lanzamos al vacío, como paracaidistas, para encontrar a esas criaturas tan maravillosas.
Estos tiburones viven en profundidades cercanas a los 300 metros, pero suben todas las mañanas a lo que llaman “Cleaning stations” para que otros peces más pequeños se coman la roña de sus cuerpos. Algo así como la ducha de todas las mañanas. Allí estamos, en una de esas estaciones de limpieza, expectantes esperando que algo ocurra. La excitación es la misma que buscar leones en los safaris de África, pero el silencio obligado del submarinismo y la posibilidad de quedarte sin aire suficiente crea una situación más tensa. Miro, con los ojos bien abiertos, en todas las direcciones para lograr verlo en la densidad de las profundidades. Cuando creo que no voy tener esa suerte y que el consumo de aire me obligará a subir, es cuando aparecen un par de majestuosos “Thresher Shark”. Mantengo la respiración (algo prohibidísimo en buceo) mientras se desplazan con el elegante movimiento de su larga cola frente a nosotros. Breves instantes, pero que en mi memoria guardaré como eternos
De vuelta, en el barco, es imposible desdibujar la sonrisa de la cara de cada uno de nosotros, conscientes de que acabamos de presenciar algo único.
Sigo sin saber las razones que me llevaron a Malapascua o en qué momento cambié de idea para acabar en esta remota isla. De lo que sí estoy seguro ahora son los motivos por los que me encantó haber vivido Malapascua.