Me costó salir del aeropuerto de Kuala Lumpur, sin saber como, buscando el tren lanzadera que conecta con la estación central, acabé en el aparcamiento del centro comercial que tiene el propio aeropuerto. Algo parecido me pasó en la estación central, el enorme centro comercial complicó más de la cuenta encontrar la estación del monorraíl. Parece que no me hago a las indicaciones o que las indicaciones no están hechas para mi.
Desde lo alto del monorraíl, que es el medio de transporte más molón del mundo, oteo las calles de la capital malaya y tan sólo soy capaz de ver tiendas, centros comerciales y, a lo lejos, las Twin Towers. Lo que veo, según avanza el monorraíl, es la versión ultracapitalista de Asia y, en ciertos aspectos, puede llegar a parecerse a Estados Unidos (o lo que mi mente imagina que es Estados Unidos). Incluso su bandera, que cuento por decenas y veo decorando cada rincón de fachada vacío, es una versión musulmana de la conocida, y tan glorificada, bandera americana.
Finalmente, y después de muchos meses de planificación, me encuentro con mi hermano y su mujer, sonriendo. Sonriendo y transmitiendo calma, como siempre. Nada cambia en él, parece que el tiempo ha decidido no pasar para él, si no fuera por unas canas que comienzan a asomar en sus sienes. Uno de los motivos principales del viaje es estar con él. No me hace falta nada más. Pasar tiempo con la persona con la que compartí habitación en la infancia, hasta que decidiera irse a vivir a Finlandia, hace ya eones.
También me reencuentro conmigo mismo, en el sentido menos profundo posible. Por primera vez en un par de semanas me veo frente al espejo y más de un mes que no lo hago en uno de cuerpo entero, tampoco lo echaba de menos. En Indonesia, o por lo menos donde me hospedé, no acostumbraban a poner espejos (ni siquiera pequeño) y después de todo ese tiempo volverse a reconocer en el espejo es chocante. Pelo más largo y descontrolado, una barba del todo indecente y algo más delgado después de convivir demasiado tiempo con vegetarianos. Por lo menos me alegra ver que he perdido el tono de piel blanquecino que me caracteriza, ¡algo bueno tiene que tener la playa!
Nos resultó raro ver que en la base de las Twin Towers había un gran centro comercial, sí otro, pero ya estábamos acostumbrados a tamañas sorpresas y no nos inmutamos. Decidimos no subir a las Twin Towers cuando el amable caballero de la recepción nos informaba que nuestras entradas, compradas online a precio de riñón, eran del día anterior y ya no eran válidas. Lo malo de estar dentro de las torres es que no ves las magnitud de las propias torres, pensamos. Así que, aprovechamos este inconveniente para disfrutar de verdad de las torres desde el Sky Bar, en la planta 33 del edificio justo enfrente. Dedse donde las vistas de las torres son impresionantes con sus 452 metros de altura (hasta 2003 la mayor altura jamás construida). Vimos atardecer con un coctel en la mano mientras las torres poco a poco iban iluminándose a medida que el día se iba oscureciendo y es justo de noche cuando las torres encienden sus luces y se muestran más espectaculares todavía.
Antes de volver al hotel para dar por concluida la visita a Malasia, cenamos en Mama San, que prepara comida tradicional de toda Asia en platos con una elaboración moderna. Además son expertos en cócteles, que no dudamos en probar (y repetir) para celebrar el gran viaje de Malasia.