Finalmente visitamos uno de los pueblos más emblemáticos de todo Vietnam y el imprescindible del noroeste del país: Sapa. Aquí el clima es frío, la niebla matutina no te deja ver los alrededores y las mujeres de las tribus autóctonas te persiguen con sus hijos vendiéndote ropas típicas, pulseras, joyas de plata y otras artesanías.
El pueblo tiene un colorido propio, con un pequeño lago en el centro rodeado de jardines bien cuidados y muchísimos restaurantes que se pelean por los turistas, donde siempre pedíamos sopa de verduras y té con jengibre para contrarrestar el frío, pues ya se imaginarán que ahora 15 grados ya nos parece una temperatura de invierno.
Desafortunadamente, yo no me encontraba muy bien en esos días ya que el aire acondicionado a temperatura ártica de los autobuses me querían regalar un buen resfriado, por lo que nos limitamos a ver las famosas terrazas de arrozales de Sapa desde lo alto de un parque que está dentro del pueblo. También pudimos apreciar las terrazas en mayor esplendor desde el autobús, tanto al llegar como al salir de Sapa, pero desafortunadamente eso quedará sólo en nuestra memoria porque no hicimos fotos.
Y esta era nuestra última y tranquila aventura en Vietnam, un país que nos dio muchos sinsabores y del que no daremos buenas referencias a quien quiera visitarlo. La verdad es que el sureste asiático tiene muchos sitios hermosos, con mucho mejor color y sabor, y con una sonrisa de bienvenida al visitante que carece la mayoría de la población vietnamita. Nosotros estuvimos un mes entero, pero nos hubiéramos ido antes de no ser por los 60 dólares de visado que pagamos y porque ya teníamos el vuelo comprado para irnos el último día. Pero por fin llegó, el día de vuelo desde Hanoi hasta Kuala Lumpur, y después de un mes un tanto gris, lleno de regateos, discusiones y una lucha incesante hasta por lograr un precio justo hasta por el agua, la historia cambia completamente y Malasia nos recibe con brazos abiertos.