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Viajes de Sixto

La Patagonia chilena

SPAIN | Friday, 18 April 2008 | Views [589]

La mañana que llegué a Torres del Paine llovía mansa pero constantemente. El cielo cubría por completo las montañas y la previsión meteorológica anunciaba lluvias para dos días. Los veinte mochileros que llegamos ese día no sabíamos qué hacer. Yo decidí agarrarme a la esperanza de que el tiempo cambiara contra pronóstico (cosa posible en el impredecible clima patagónico) y tras plantar la tienda en el camping comencé a caminar bajo la lluvia. Se necesitaba unas tres horas y media en salvar los 1000 metros de desnivel para atravesar el valle del río Paine y llegar hasta el mirador de las Torres. La lluvia no cedió durante todo el ascenso y llegué al mirador completamente empapado. Supliqué un milagro para que el cielo se abriera y comenzó a nevar. Los incautos que estábamos allí arriba nos mirábamos con cara de desolación. No había motivo para seguir allí arriba ni un minuto más. Así que nos dimos la vuelta resignados. Sólo quedaba esperar que el tiempo mejorase para el día siguiente.

Paró de llover cuando ya estaba llegando al camping a las siete de la tarde. Así que tendí la ropa en un árbol, me di una ducha (mala suerte, no había agua caliente) y me metí en el saco de dormir a descansar un poco. La verdad es que no tenía otra opción, no llevaba más ropa que la que colgaba del árbol aparte de una muda de recambio y una camiseta térmica de invierno. Pero la misericordia de Yavhé no tiene límites y al poco tiempo de dormitar en el saco oí el ruido de un hacha que partía leña y el crepitar de una hoguera. Una familia chilena (Johny, Angélica y su hijo John) que había corrido mi misma suerte secaba su ropa con el fuego. Me acerqué y sequé mi ropa junto a ellos. Conversamos un rato y me invitaron a compartir su cena, mucho más apetecible que el pan con salami que yo tenía previsto. La verdad es que nos reímos mucho. Yo me destornillaba de risa oyendo la retahíla de expresiones chilenas que utilizaban (para ellos estar borracho es “estar arriba de la pelota”, pasarlo bien es “pasarlo chancho”, estar loco es “estar peinando la muñeca” etc…). Decían que todos los españoles se llamaban Javier y desde ese momento quedé bautizado para el resto del tiempo que compartimos. Hacía tiempo que no me reía tanto.

Al día siguiente, el despertador sonó a las 7:00h. Asomé la cabeza fuera de la tienda y miré al cielo. Despejado !!!! Johny ya estaba preparándose cuando salí de la tienda y tras un frugal desayuno comenzamos el ascenso. Que diferencia con respecto al día anterior !!! En cuanto ganamos un poco de altura, el valle del río Paine ofrecía panorámicas espectaculares. Además, pude disfrutar de una lección magistral de flora y fauna patagónica a cargo de Johny. No había bicho ni planta viviente del que no conociese el nombre, forma de vida, costumbres etc...

Durante el ascenso, el cielo volvió a cubrirse de nubes, pero cuando llegamos al mirador pudimos contemplar el paisaje con un cielo casi despejado. Las Torres del Paine son tres majestuosos cerros graníticos que se elevan verticalmente más de 1000 m sobre el nivel del mirador en el que nos encontrábamos. Es como beber de una botella de orujo frente al Naranjo de Bulnes y no parar hasta tener visión triple. Mucha gente sube a primera hora para ver amanecer desde el mirador de las torres. El primer rayo de luz de la mañana pinta las torres de unos tonos dorados celestiales. Yo no pude verlo con mis propios ojos, pero la gente que subió esa mañana para ver el espectáculo no volvió defraudada. Nos quedamos poco menos de una hora en el mirador haciendo fotos y viendo pasar las nubes entre las torres. La bajada fue relajada y tuvimos la suerte de ver una buena colección de aves. La estampa más tierna la protagonizó una familia de patos (mamá pato, papá pato y los tres patitos) que nadaban río abajo buscando comida entre las rocas de la orilla.

Por la tarde fuimos a dar una vuelta en coche para ver las cataratas del río Paine. En el camino, paramos en la Hostería las Torres y Juan y Angélica anduvieron un buen rato charlando con el gerente, amigo íntimo de su hijo mayor. Salieron de allí con una tira de asado que me hizo segregar jugos gástricos como si fuera el perro de Paulov. Después de ver las cataratas, volvimos al parque y tomamos unos pisco-sours en el bar del Albergue “Las Torres”, un exclusivo alojamiento, bar, restaurante con precios que rozan la delincuencia. En general, lo de los precios en Torres del Paine es una locura, pero según los propios chilenos, es la única manera de preservar el entorno de las agresiones que supondría un turismo de masas en la zona.

Por la noche, Juan preparó un buen fuego de leña y cuando las brasas estuvieron listas, el protagonismo de toda la velada cayó sobre la tira de asado que crepitaba y sudaba sobre la parrilla emanando olores tan enloquecedores como el canto de las sirenas de Ulises. Esto es una cursilería pero comerte una tira de asado bien hecha bajo un cielo estrellado después de llevar casi una semana machacando el cuerpo de caminata en caminata por el monte es como tocar el paraíso. O sin el como.

Al día siguiente, nos levantamos temprano. En principio habíamos quedado en ir hasta el embarcadero del lago Pehoé en coche, tomar el catamarán hasta el camping y recorrer el resto de la “W” en un par de días. Pero la familia Sánchez no me acompañaría más allá del embarcadero. Decidieron seguir rumbo sur hacia el lago Serrano y dedicarse a la pesca un par de días antes de volver hacia Punta Arenas, su ciudad. Fue una despedida sentida. Prometimos escribirnos, enviarnos las fotografías, música y no perder el contacto.

Las aguas del lago Pehoé tienen un color azul esmeralda como el de las postales de las playas del Caribe. Yo había visto fotografías del lago con los Cuernos del Paine al fondo y creía que estaban coloreadas digitalmente. Pero no. Y los treinta minutos que dura la travesía hasta el camping, uno no sabe si mirar al agua o a las montañas, o al cielo, o a ese punto cada vez más pequeño que es el embarcadero en el que vi por última vez a John, Angélica y Johny, con el consiguiente riesgo de caer al lago de un golpe de viento patagónico. En semejante estado catatónico no es extraño que perdiese la gorra tras un golpe de viento.

Llegué al camping, monté mi tienda y preparé la mochila de ataque para subir el valle francés. Pensé que me llevaría apenas unas tres horas llegar al final del sendero, pero fueron casi cinco horas y luego había que volver. El día era agradable y el paisaje espectacular, durante la subida se remonta un río, que nace de la lengua de un glaciar cuyo nombre olvidé. Más arriba una impresionante línea de cumbres que se extienden en dirección oeste-este. Cuando uno camina en solitario, el silencio solo se quiebra por los rugidos del glaciar y las constantes avalanchas de nieve.

Llegué al camping apurando el crepúsculo con una incipiente tortícolis porque no podía dejar de mirar en dirección a los cuernos del Paine, que quedaban a mis espaldas durante el regreso. No había tiempo ni energías más que para una ducha, una cena fría y caer como un bendito a las 10 de la noche mientras se desarrollaba una pequeña e indiscreta orgia en las dos tiendas que tenía al lado. Beatus ille.

El sábado 15 de diciembre fue un día largo que comenzó a las 6 de la mañana. A las 7 ya estaba caminando en dirección al glaciar Grey, último tramo de mi menguada “W”. Tardé un par de horas en cruzarme con los primeros excursionistas. No había mucha gente caminando ese día. El trayecto hacia el glaciar era bastante quebrado con constantes subidas y bajadas que auguraban un regreso penoso. Sin embargo la primera vista del lago Grey con sus témpanos de hielo azulado flotantes anima hasta al más escéptico para llegar hasta el punto más cercano desde el que se puede avistar el frente del glaciar. No estoy muy seguro de las dimensiones del glaciar, que al igual que el Perito Moreno desciende desde el Campo de Hielo Patagónico Sur, pero a pesar de que el día estaba totalmente nublado, hacía frío y soplaba un viento gélido, estuve contemplando esa mole de hielo durante casi una hora antes de darme la vuelta hasta el camping. A las dos de la tarde ya estaba en la tienda y tenía hasta las seis de la tarde para tomar el catamarán de vuelta hasta el embarcadero, donde un bus nos llevaría de vuelta hasta Puerto Natales. Una tarde sin pena ni gloria azotada por un viento implacable, en la que no hice absolutamente nada. Refugiarme del frío y observar a la gente que llegaba al camping, unos con equipos de montaña del todo a cien, otros que llevaban hasta la cantimplora Rolex !!

A las nueve de la noche estábamos de vuelta en Puerto Natales, y sólo tenía que conectarme a Internet para comprobar que todo estaba en regla con mi billete de avión Punta Arenas – Santiago y reservar una plaza en un bus para estar en el aeropuerto antes de la una del mediodía. Parecía pan comido, pero todas las compañías de bus ya estaban cerradas cuando quise sacar el billete y varias personas me aconsejaron que tomara el primer bus a las siete de la mañana porque probablemente no encontrase plaza en ningún otro. Tuve suerte y encontré una plaza libre en uno de los buses. Peor suerte corrió Steven, un simpático alemán que había vivido en Pamplona tres años trabajando para la Volkswagen y que no encontró plaza en ningún bus hacia Ushuaia, su próximo destino, en los siguientes cuatro días. Era la una de la madrugada cuando mis huesos encontraron finalmente reposo en una cama del albergue Kaweshkar.

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