La mañana que llegué a Torres del Paine llovía mansa pero
constantemente. El cielo cubría por completo las montañas y la previsión
meteorológica anunciaba lluvias para dos días. Los veinte mochileros que
llegamos ese día no sabíamos qué hacer. Yo decidí agarrarme a la esperanza de
que el tiempo cambiara contra pronóstico (cosa posible en el impredecible clima
patagónico) y tras plantar la tienda en el camping comencé a caminar bajo la
lluvia. Se necesitaba unas tres horas y media en salvar los 1000 metros de desnivel
para atravesar el valle del río Paine y llegar hasta el mirador de las Torres.
La lluvia no cedió durante todo el ascenso y llegué al mirador completamente
empapado. Supliqué un milagro para que el cielo se abriera y comenzó a nevar.
Los incautos que estábamos allí arriba nos mirábamos con cara de desolación. No
había motivo para seguir allí arriba ni un minuto más. Así que nos dimos la
vuelta resignados. Sólo quedaba esperar que el tiempo mejorase para el día
siguiente.
Paró de llover cuando ya estaba llegando al camping a las
siete de la tarde. Así que tendí la ropa en un árbol, me di una ducha (mala
suerte, no había agua caliente) y me metí en el saco de dormir a descansar un
poco. La verdad es que no tenía otra opción, no llevaba más ropa que la que
colgaba del árbol aparte de una muda de recambio y una camiseta térmica de
invierno. Pero la misericordia de Yavhé no tiene límites y al poco tiempo de
dormitar en el saco oí el ruido de un hacha que partía leña y el crepitar de
una hoguera. Una familia chilena (Johny, Angélica y su hijo John) que había
corrido mi misma suerte secaba su ropa con el fuego. Me acerqué y sequé mi ropa
junto a ellos. Conversamos un rato y me invitaron a compartir su cena, mucho
más apetecible que el pan con salami que yo tenía previsto. La verdad es que
nos reímos mucho. Yo me destornillaba de risa oyendo la retahíla de expresiones
chilenas que utilizaban (para ellos estar borracho es “estar arriba de la
pelota”, pasarlo bien es “pasarlo chancho”, estar loco es “estar peinando la
muñeca” etc…). Decían que todos los españoles se llamaban Javier y desde ese
momento quedé bautizado para el resto del tiempo que compartimos. Hacía tiempo
que no me reía tanto.
Al día siguiente, el despertador sonó a las 7:00h. Asomé la
cabeza fuera de la tienda y miré al cielo. Despejado !!!! Johny ya estaba
preparándose cuando salí de la tienda y tras un frugal desayuno comenzamos el
ascenso. Que diferencia con respecto al día anterior !!! En cuanto ganamos un
poco de altura, el valle del río Paine ofrecía panorámicas espectaculares. Además,
pude disfrutar de una lección magistral de flora y fauna patagónica a cargo de
Johny. No había bicho ni planta viviente del que no conociese el nombre, forma de
vida, costumbres etc...
Durante el ascenso, el cielo volvió a cubrirse de nubes,
pero cuando llegamos al mirador pudimos contemplar el paisaje con un cielo casi
despejado. Las Torres del Paine son tres majestuosos cerros graníticos que se
elevan verticalmente más de 1000
m sobre el nivel del mirador en el que nos
encontrábamos. Es como beber de una botella de orujo frente al Naranjo de Bulnes
y no parar hasta tener visión triple. Mucha gente sube a primera hora para ver
amanecer desde el mirador de las torres. El primer rayo de luz de la mañana
pinta las torres de unos tonos dorados celestiales. Yo no pude verlo con mis
propios ojos, pero la gente que subió esa mañana para ver el espectáculo no
volvió defraudada. Nos quedamos poco menos de una hora en el mirador haciendo
fotos y viendo pasar las nubes entre las torres. La bajada fue relajada y
tuvimos la suerte de ver una buena colección de aves. La estampa más tierna la
protagonizó una familia de patos (mamá pato, papá pato y los tres patitos) que
nadaban río abajo buscando comida entre las rocas de la orilla.
Por la tarde fuimos a dar una vuelta en coche para ver las
cataratas del río Paine. En el camino, paramos en la Hostería las Torres y
Juan y Angélica anduvieron un buen rato charlando con el gerente, amigo íntimo
de su hijo mayor. Salieron de allí con una tira de asado que me hizo segregar
jugos gástricos como si fuera el perro de Paulov. Después de ver las cataratas,
volvimos al parque y tomamos unos pisco-sours en el bar del Albergue “Las
Torres”, un exclusivo alojamiento, bar, restaurante con precios que rozan la
delincuencia. En general, lo de los precios en Torres del Paine es una locura,
pero según los propios chilenos, es la única manera de preservar el entorno de
las agresiones que supondría un turismo de masas en la zona.
Por la noche, Juan preparó un buen fuego de leña y cuando
las brasas estuvieron listas, el protagonismo de toda la velada cayó sobre la
tira de asado que crepitaba y sudaba sobre la parrilla emanando olores tan
enloquecedores como el canto de las sirenas de Ulises. Esto es una cursilería
pero comerte una tira de asado bien hecha bajo un cielo estrellado después de
llevar casi una semana machacando el cuerpo de caminata en caminata por el
monte es como tocar el paraíso. O sin el como.
Al día siguiente, nos levantamos temprano. En principio
habíamos quedado en ir hasta el embarcadero del lago Pehoé en coche, tomar el
catamarán hasta el camping y recorrer el resto de la “W” en un par de días.
Pero la familia Sánchez no me acompañaría más allá del embarcadero. Decidieron
seguir rumbo sur hacia el lago Serrano y dedicarse a la pesca un par de días
antes de volver hacia Punta Arenas, su ciudad. Fue una despedida sentida.
Prometimos escribirnos, enviarnos las fotografías, música y no perder el
contacto.
Las aguas del lago Pehoé tienen un color azul esmeralda como
el de las postales de las playas del Caribe. Yo había visto fotografías del
lago con los Cuernos del Paine al fondo y creía que estaban coloreadas
digitalmente. Pero no. Y los treinta minutos que dura la travesía hasta el
camping, uno no sabe si mirar al agua o a las montañas, o al cielo, o a ese
punto cada vez más pequeño que es el embarcadero en el que vi por última vez a
John, Angélica y Johny, con el consiguiente riesgo de caer al lago de un golpe
de viento patagónico. En semejante estado catatónico no es extraño que perdiese
la gorra tras un golpe de viento.
Llegué al camping, monté mi tienda y preparé la mochila de
ataque para subir el valle francés. Pensé que me llevaría apenas unas tres
horas llegar al final del sendero, pero fueron casi cinco horas y luego había
que volver. El día era agradable y el paisaje espectacular, durante la subida
se remonta un río, que nace de la lengua de un glaciar cuyo nombre olvidé. Más
arriba una impresionante línea de cumbres que se extienden en dirección
oeste-este. Cuando uno camina en solitario, el silencio solo se quiebra por los
rugidos del glaciar y las constantes avalanchas de nieve.
Llegué al camping apurando el crepúsculo con una incipiente
tortícolis porque no podía dejar de mirar en dirección a los cuernos del Paine,
que quedaban a mis espaldas durante el regreso. No había tiempo ni energías más
que para una ducha, una cena fría y caer como un bendito a las 10 de la noche
mientras se desarrollaba una pequeña e indiscreta orgia en las dos tiendas que
tenía al lado. Beatus ille.
El sábado 15 de diciembre fue un día largo que comenzó a las
6 de la mañana. A las 7 ya estaba caminando en dirección al glaciar Grey,
último tramo de mi menguada “W”. Tardé un par de horas en cruzarme con los
primeros excursionistas. No había mucha gente caminando ese día. El trayecto
hacia el glaciar era bastante quebrado con constantes subidas y bajadas que
auguraban un regreso penoso. Sin embargo la primera vista del lago Grey con sus
témpanos de hielo azulado flotantes anima hasta al más escéptico para llegar
hasta el punto más cercano desde el que se puede avistar el frente del glaciar.
No estoy muy seguro de las dimensiones del glaciar, que al igual que el Perito
Moreno desciende desde el Campo de Hielo Patagónico Sur, pero a pesar de que el
día estaba totalmente nublado, hacía frío y soplaba un viento gélido, estuve
contemplando esa mole de hielo durante casi una hora antes de darme la vuelta
hasta el camping. A las dos de la tarde ya estaba en la tienda y tenía hasta
las seis de la tarde para tomar el catamarán de vuelta hasta el embarcadero,
donde un bus nos llevaría de vuelta hasta Puerto Natales. Una tarde sin pena ni gloria azotada por un
viento implacable, en la que no hice absolutamente nada. Refugiarme del frío y
observar a la gente que llegaba al camping, unos con equipos de montaña del
todo a cien, otros que llevaban hasta la cantimplora Rolex !!
A las nueve de la noche estábamos de vuelta en Puerto
Natales, y sólo tenía que conectarme a Internet para comprobar que todo estaba
en regla con mi billete de avión Punta Arenas – Santiago y reservar una plaza
en un bus para estar en el aeropuerto antes de la una del mediodía. Parecía pan
comido, pero todas las compañías de bus ya estaban cerradas cuando quise sacar
el billete y varias personas me aconsejaron que tomara el primer bus a las
siete de la mañana porque probablemente no encontrase plaza en ningún otro.
Tuve suerte y encontré una plaza libre en uno de los buses. Peor suerte corrió
Steven, un simpático alemán que había vivido en Pamplona tres años trabajando
para la Volkswagen
y que no encontró plaza en ningún bus hacia Ushuaia, su próximo destino, en los
siguientes cuatro días. Era la una de la madrugada cuando mis huesos
encontraron finalmente reposo en una cama del albergue Kaweshkar.