Hace dos semanas se murió una de las personas que más quise en la vida: mi abuela Benita. Su muerte llegó sin previo aviso y se la llevó así, tan de repente, sin darnos la oportunidad de prepararnos. Es raro, incluso difícil de explicar, cómo la muerte de un ser querido puede dejar un sentimiento de abandono, angustia y pena pero a la vez de felicidad y tranquilidad.
Aún derramo mis lágrimas cuando pienso en ella, y me doy cuenta que ya no está, que no la puedo llamar por teléfono y conversar. Que el próximo verano ya no la veré, que realmente no la podré ver, tocar y abrazar más; pero también sonrío cuando pienso en todo lo que vivimos juntas, en lo bien que lo debe estar pasando allá arriba, con sus hermanos, su Lolo y su familia entera, descansando al fin, luego de una vida entera de trabajo y sacrificios. Una larga de vida de casi 90 años, 23 de los cuales vivió conmigo.
A veces me pregunto si es posible planificar la muerte. ¿Es humanamente posible? No lo sé. Pero en el caso de mi abuela creo que sí, es más, lo podría asegurar. Porque ella me esperó; esperó a que llegara de Australia para verme y despedirse. Es extraño. ¿Acaso divino? Se preguntarán en qué sentido. Ella siempre afirmó que le pediría a Dios que se la llevara luego de que mi hermana y yo terminásemos la Universidad, estando las dos juntas con ella y mis padres en Arica, como una familia. Y precisamente así sucedió.
A los 7 días de haber llegado a mi casa, mi abuela se enfermó. Comenzó a vomitar e inexplicablemente empeoró sin tener aún la razón médica de su pesar. Los doctores jamás pudieron darnos una explicación, por qué motivo estaba sufriendo y qué solución había a su malestar. Simplemente se fue, a la semana de haber ingresado al Hospital, a los 2 días de haber mostrado mejorías, al día y medio de haberla visto por última vez.
Me encontraba en Santiago cuando mi mamá llamó para decirme que mi abuela había muerto. Recuerdo haberme sentido tan estúpida, tan culpable por haberme ido de Arica, por haber sido “responsable” y haber llegado a Santiago a realizar todos los trámites y demases que había dejado pendiente. Nunca pensé que se iría, así, sorpresivamente, cuando todavía teníamos tanto de qué hablar, tantas fotos por ver, tantas historias que estoy segura me habría pedido que se las repitiera una y otra vez. Pero ya es tarde. No alcancé a contárselas, no me dí el tiempo para sentarme a su lado y contarle todo lo que tenía que decirle. Para que se sintiera aún más orgullosa de mí.
Su muerte fue linda, pues murió acompañada de su hijo, nuera, nieta y mi tía, que tanto la quería. El sacerdote llegó a darle la extremaunción, y a los segundos de haberla recibido, dio un último respiro y partió al encuentro con los suyos. El dolor que sentí al enterarme que había muerto no se compara a la culpabilidad que sentí, de encontrarme tan lejos de ella, de haber estado con ella un día y medio antes e incluso haberla llamado por teléfono la noche anterior.
A los minutos de haber terminado de hablar con mis papás, me dormí profundamente, sintiéndome cansada y abatida. Y de repente, estaba en Arica, en mi casa, saliendo del dormitorio de mis padres. Y allí, tendida desnuda en la escalera, inmóvil, yacía mi abuela, sin dar señales de vida. Yo me admiré y extrañé de que estuviera sin ropa y al darme cuenta que no estaba con vida me abalancé sobre ella y a unos centímetros de su rostro le dije mirándole: “Perdóname, abuelita”. Y ella, y esto aún lo puedo visualizar nítidamente, abrió los ojos de par en par y dándome a entender que no había de qué preocuparse, me abrazó tan fuerte, con tanto amor que puedo hasta el día de hoy sentir sus brazos estrechándome.
Al minuto, desperté. Y recordé lo que me había prometido muchos años atrás, cuando era una niña: “Cuando muera, ´Guagua´, voy a venir a verte en sueños, tal como lo hizo mi hermana Zoila conmigo”. Y así fue. A eso de las 12 am de aquella misma noche, Daniela me llama para decirme lo que estaba sucediendo en el velorio. Le conté mi sueño, de que había visto a mi abuela desnuda, de que me abrazó y perdonó, dándome paz interna y resignación. Mi hermana me preguntó a qué hora había sido mi sueño. Yo le respondí, “fue a los minutos de haber terminado de hablar con mis papás” y sin yo entender por qué, comienza a sollozar y me dice “¡¡Pero Carola, si a esa hora y por más de 50 minutos, la abuela estuvo desnuda mientras mi mamá y yo la arreglábamos para su velorio!!”.
Hasta el último instante jamás me defraudó; cumplió con su promesa de despedida. Incluso, por las noches, cuando pienso en ella y lloro, siento que ella viene y me acaricia. No la puedo ver pero sí sentir. Me inunda un calor y siento cómo acaricia mi espalda y toma mi mano. Y eso me hace quererla cada día más.
Gracias, abuelita. Gracias por todo el amor que me diste y todos los bellos momentos que vivimos juntas. Te extraño noche y día, pienso en ti a cada momento. Pero no te preocupes por nosotros porque estamos bien, ya que sabemos que tú estás bien.
Espero que te hayan recibido en grande allá arriba, porque tu despedida, aquí en la tierra, así lo fue.